La tercera parte de la
humanidad murió a causa de las tres plagas de fuego, humo y
azufre que salían de la boca de los caballos (Ap.9, 18).
El fuego,
el humo y el azufre ahora
se les llama plagas
para hacernos ver su
efecto purificador.
Aquí, ese morir, se refiere a que
su testimonio es efectivo, que la conversión llega a otros a
través de estos profetas que testimonian que a pesar de
todas sus limitaciones humanas, por encima está el poder
inmenso del Amor de Dios; que hemos de llenarnos de ese Amor
y llevarlo a los demás, y que el Amor transforma, limpia y
salva; para que nadie tema a su propia debilidad
sino que confíe en el poder inmenso del Amor de Dios, cuando
se le busca y se vive en la entrega a Él.
Y ese Amor, que convierte y salva, es
fuego,
y cuando prende, quema y echa
humo.
Son las conversiones. El ejemplo de su propia conversión,
todo lo que se quema de ellos, es testimonio que llega a los
demás y los ayuda a convertirse también.
Es decir, el fuego purifica, transforma, libera y convierte.
Es el Amor que es vivido y recibido por los demás.
No hay hombre que tenga una vida
completamente perfecta, y los profetas también yerran y
pecan. Este testimonio de cómo sus propias vidas son tan
humanas como la de todos los demás, pero que en ellos el
Amor de Dios todo lo transforma, es la Verdad que llega a
otros y los hace también cambiar. Es la misión de los
profetas.
Porque el azufre,
simboliza como en el
versículo anterior, lo malo, lo que hay que erradicar, lo
que hay que curar: las heridas de sus caídas en esta lucha
en la que también ellos viven, a pesar de ser los profetas.
Y eso, que es un testimonio que proclaman porque sale de sus
bocas otros lo comprenden, de que aún siendo elegidos son
tan vulnerables como todos los hombres, eso es lo que aquí
se dice que llega a los demás; y que con ello
(con el fuego, el humo y el azufre)
la
tercera parte de la humanidad murió.
Y así con este Amor inmenso que Dios
pone en ellos, y con todas las flaquezas de su propia
condición humana, “cabalgan” estos profetas. Y esta dualidad
que confluye en ellos, se expresa en el siguiente versículo:
Porque el poder de los caballos radicaba en sus bocas y sus
colas; pues sus colas semejantes a serpientes tenían cabezas
con las que hacían daño (Ap.9,19).
El poder
en sus bocas es la Verdad
que van proclamando, como decía el versículo anterior, el
poder de la Palabra, el poder del Evangelio, del Amor que
fluye a través de ellos, porque grande es el Señor que los
unge, los levanta y sostiene. Pero ese poder no cabalga
libre, sino limitado a su condición de hombres, sujetos a
las tribulaciones, como ya hemos dicho. Y eso se refleja en
su misión, vulnerable al daño que otros puedan inferirle,
porque toda obra de Dios es atacada por el mal que usa a los
propios hombres. Es lo que arrastran
en sus colas semejantes a serpientes.
Por eso se dice que el poder
está también en sus colas.
Si el poder que se les ha dado en
sus bocas
es para hacer el bien, proclamar y bendecir, y que se puedan
otros salvar a través de la Palabra que proclaman, en
cambio, el poder que arrastran en sus colas es todo lo
contrario: sus colas
semejantes a serpientes tenían cabezas con las que hacían
daño.
Las
cabezas en sus colas son
sus propios pecados que provocan los errores en su misión y
que los dañan a ellos mismos; pero también dañan a todos los
que puedan escandalizarse de que en la misión, los profetas
puedan tener fallos. Y además, el daño directo que pueda
afectar a aquéllos que sean objeto
de la maldad que ellos cometan. Los profetas están en la
misma lucha en que todos nos encontramos. Y nosotros, y
ellos, hemos de escuchar las palabras de Jesús cuando nos
dice: “No juzguéis y no seréis juzgados…porque con la misma
medida con la que midáis seréis medidos” (Lc.6,37-38).
Aún así, muchos los escuchan, los ven en su verdadera
dimensión de hombres al servicio de Dios, y toman la Verdad
de la que éstos son testigos; siguen la Verdad del Evangelio
que es la Buena Nueva de la salvación. Y así muchos se
salvan. Es lo que se dijo, que a través de su misión, la
tercera parte de los hombres se salva, que
la tercera parte de los hombres murió.
Ahora en el versículo siguiente se dice de los demás, los
que no murieron, los que no se salvan, esto:
Pero los demás hombres, los que no murieron a causa de estas
plagas, no se convirtieron de las obras de sus manos; no
dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de
plata, de bronce, de piedra y de madera, que no pueden ver,
ni oír, ni caminar (Ap.9,20).
Los demás hombres que no escucharon, ni se dejaron llenar
por la Verdad que proclamaban los profetas, son los que no
se salvan. Son los que siguieron
las obras de sus manos,
lo meramente humano, se dejaron arrastrar por:
los demonios:
porque sus corazones se dejaron llenar por la maldad: la
venganza, los placeres, la vanidad y la ostentación, que son
los poderes del maligno.
La idolatría: los valores
propios del mundo que por grandes, atractivos, o valiosos
que puedan parecer, son valores efímeros que se extinguen
inevitablemente; no dan la Vida ni colman la sed del corazón
del hombre, que aspira a la felicidad.
Ellos hicieron un trono en su corazón, adoraron todo ello:
ídolos de oro, plata,
bronce, piedra y madera
que representan la escala de valores humanos, porque cada
uno le da un valor preferencial a algo de lo que hace la
meta ideal de su vida, y va viviendo
en pos de la consecución de esa meta, malgastando lo más
valioso que Dios nos ha dado, la propia vida aquí, que es el
medio para llegar a conseguir la Vida eterna. Como en la
parábola del "Hijo pródigo" van derrochando las riquezas que
Dios nuestro Padre nos ha dado como gracia para heredar su
Reino (Lc.15,11ss).
Es lo que
Jesús dijo a Marta, tan afanada por los quehaceres humanos
(Lc.10,41). Y recuerda: “Basta a cada día su propio afán”
(Mt.6,34). Todos esos
ídolos
a los que el hombre entrega su vida cuando no escucha la
Verdad que Dios nos da para todos, no son en verdad nada. No
pueden hacer al hombre libre y feliz, porque sólo la Verdad
nos hace libres (Jn.8,32). Pero esta realidad espiritual,
también se manifiesta materialmente en la contemplación y
culto a las imágenes. Al principio de este tema recordábamos
que en ejemplos dados en la Biblia,
se manifiestan a la par las dos realidades: la espiritual y
material. Sobre la contemplación y culto a las imágenes, a
los ídolos de oro, de
plata, de bronce, de piedra y de madera, que no pueden ver,
ni oír, ni caminar, lo
que nos aclara aquí el Señor, es: “Los que así hacen no han
visto que Yo Soy”.
Él vive en cada uno, no en las imágenes.
De esos ídolos
que los hombres llevan en su corazón se dice que
no pueden ver, ni oír, ni caminar;
son algo completamente inanimado y se representa así para
que veamos que nada pueden darnos a nuestra vida; que esos
ídolos
no pueden llenar el vacío del corazón del hombre, que el
corazón del hombre no está hecho para las cosas, sino que el
corazón del hombre está hecho para ser trono de Dios; que en
ese trono hemos de ofrendar, como en un altar, todo lo que
somos, todo lo que tenemos, todo lo que hacemos. Dios
siempre nos está llamando para que nos acerquemos a Él;
porque esos ídolos
no nos hacen caminar sino que nos
paralizan, en el sentido espiritual. En cambio Dios es el
Dios Vivo, el Dios que sí se manifiesta a través de sus
obras maravillosas, y va transformando nuestras vidas,
obrando en nosotros si nos dejamos llenar de su Santo
Espíritu. Pero los corazones de aquéllos dominados por la
maldad e idolatría, no les permitieron ver para
arrepentirse. Y es triste que todos ésos que adoraron esos
ídolos,
no se arrepintieran: